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  • Foto del escritorAdriana Méndez Acosta

Y, SI LAS PAREDES HABLARAN...

La casa está ubicada en la parte alta de San Miguel. En un barrio con mucho sabor del centro histórico. Callejón de la Garza es una calle empedrada de tres cuadras, paralela al mirador ubicado en la Salida real a Querétaro. Cuando la compré, la planta baja de la casa bastante deteriorada, era la sede de una frutería. Los dueños me platicaron que heredaron la propiedad de los vecinos de enfrente, unos gringos ricos para quienes él trabajo muchos años como cocinero y cuidador. Desde que la compré le tengo un cariño especial. La encontró Susana, mi agente de bienes raíces, que leyó perfecto lo que buscaba y me ayudó a encontrar propiedades ad hoc. Me conmovió la historia de los dueños, la generosidad del gringo, y me enamoré de lo pintoresco de la callecita, de la vista a la ciudad y de los muros de piedra de casi un metro de ancho.

En la notaría con Don José, el día de la firma de la escritura.

La remodelé por etapas y fui cambiando de opinión en el proceso. Es una casa pensada para la renta vacacional: Cuatro recámaras, cada una con alguna gracia que la hace única. Las recámaras y la cocina portan el nombre de mis sobrinas. La suite doña Isabel es un espacio con tres áreas independientes: dos dormitorios que comparten un baño y un tapanco con una sala y una barra con vista a la parroquia. El lavabo del baño, de cantera negra y una salida de agua de bronce con un venado que me parece una belleza.

Barra del tapanco

La suite Doña Jimena con cama king size, un escritorio, una terraza con mesa para dos y una cocineta: un micro departamento. En la planta baja se encuentra la suite doña Eugenia. Dos camas individuales juntas con las cabeceras antiguas y super garigoleadas de mi abuela Helen. La recámara colinda con una terracita privada que se une al jardín de la casa.


Mi recámara es la de hasta arriba. Tiene la mejor vista. Casi todas las mañanas veo los globos aerostáticos asomándose a la parroquia y a lo lejos el campo y la presa. La terraza que da a la calle me permite disfrutar de la vista de jardines hermosos con árboles maduros de mis vecinos. Uno de los detalles que más me gustan, son las contrahuellas de cantera blanca tallada de la escalera que lucen especialmente al encender la luz que hay debajo de cada escalón.

La vista desde mi recámara


Todas las tardes los vecinos se juntan a platicar afuera de sus casas para ponerse al día. A veces incluyen en la platica a los trabajadores del hotel que está en la esquina: Mansión san Miguel. Es un vecindario mixto con costumbres a la antigüita. Varios norteamericanos y canadienses viven en la zona. De vez en cuando veo caminando por aquí a la actriz Margarita Gralia que es dueña de uno de los restaurantes más famosos del pueblo: Café y churrería San Agustín, mejor conocido como “Los churros de Margarita Gralia”.


Cada semana pasa Don Gabriel con su burro cargado de costales de tierra de encino. Casi toda la tierra del jardín de la casa se la he comprado a él. También pasa por aquí varias tardes a la semana Don José con su guitarra y su camisa rosa mexicano rumbo al primer cuadro de la ciudad donde trabaja cantando.

Las dos tienditas de la esquina me sacan de cualquier apuro.

Sobre la calle Piedras Chinas, a una cuadra y media, hay una capilla chiquitita con un atrio lleno de mezquites y bancas de fierro forjado. Es uno de mis lugares favoritos de la zona por la paz que se respira cuando te sientas en una banca a leer o simplemente a disfrutar del clima y del entorno.

Casa Garza se encuentra entre Huertas y Montes de Oca. Son calles muy empinadas y las personas que bajan de la colina caminan por ellas para llegar al centro. La vista de la ciudad, de sus alrededores y en particular de la parroquia de San Miguel Arcágel, te hacen sentir en el ombligo de la ciudad. En la esquina de Huertas y Barranca, a una cuadra y media, te puedes transportar a principios del siglo veinte que además es uno de los lugares imperdibles del pueblo: El Manantial, la cantina más antigua de San Miguel. Me encanta sentarme en la barra. Soy clienta asidua. Generalmente pido un tequila, una alcachofa y unos tacos baja de camarón con frijoles. Los martes las tostadas son dos por uno, mi preferida es la de atún. Siempre hay buena música y a veces se organiza el bailongo.

Como muchas calles de San Miguel, Barranca, cruza la parte alta de la ciudad y cambia varias veces de nombre. Inicia llamándose Chorro. Después cambia de nombre a Murillo, luego a Núñez y las últimas dos cuadras a Calzada de la Presa. Para los chilangos, como yo, resulta inusual y simpático que la misma calle cambie de nombre cada dos cuadras. En la práctica es muy útil porque te ayuda a ubicarte con facilidad en los diferentes cuadrantes de la pequeña ciudad. La primera cuadra de la calle Chorro, se conecta con la famosa bajada del mismo nombre. Es una de mis caminatas preferidas de la zona. Ahí, junto al ojo de agua, que por décadas suministró del preciado liquido transparente a la ciudad, yergue orgullosa la iglesia más antigua de San Miguel: el Templo de Santa Cruz del Chorro. A unos metros se encuentra la casa de la cultura cuya construcción originalmente sirvió como depósito de agua. A finales de los noventa la remodelaron para convertirla en un centro de arte y hoy ofrece talleres de danza, literatura, música y artes visuales.


Banca en la caída del Chorro

Casas con bardas de piedra cubiertas de enredaderas de sisus y buganvilias embellecen el área. En las mañanas hay grupos de personas haciendo ejercicio. Algunos corriendo o subiendo y bajando escaleras. Otros haciendo yoga, algún arte marcial o bailando salsa. Antes de llegar al pintoresco parque de los lavaderos, donde las mujeres se reunían a lavar ropa, abrieron un hotel que se llama Apapacho. En la terraza de la azotea que es chica pero con mucha ondita te recibe un restaurante orietal: el Kouyin. Las copas de los árboles llenas de garzas blancas decoran el paisaje y pacifican el ambiente. Marcela, la chef, es dueña de otro restaurante delicioso sobre la calle de Hernández Macias, el Marsala. Los domingos hay un brunch buenísimo.

El parque Juárez, con su debida proporción, es algo así como Alameda de la CDMX, un espacio público realmente tomado por los habitantes de la ciudad. Menos turístico que la plaza cívica y su icónica parroquia: menos turistas y más sanmiguelenses. Es un espacio recreativo, con senderos, bancas y fuentes. Los domingos se convierte en el jardín del arte y entre semana los chavos van a jugar basquet a las canchas azules y los más pequeños a los juegos infantiles. Las casas ubicadas alrededor del parque se cotizan muy alto.

Vista aérea de la zona del Parque Juárez

Mi propiedad preferida es una casona colonial del siglo diecisiete: el Hotel Antigua Villa Santa Mónica. Mi amigo Sergio, un chilango enamorado de San Miguel, la compró hace muchos años y se ha ocupado de respetar su arquitectura y estado original. Recuperó unos frescos de los anchos muros de piedra que rodean el patio central y se la pasa restaurando los techos y arreglando los jardines. La última vez que lo vi estaba consiguiendo los mosaicos originales de la fuente. Conocí a Sergio hace algunas décadas cuando estaba en la universidad. Norma, mi gran amiga de la Ibero, empezó a trabajar formalmente dos o tres semestres antes de terminar la carrera. Lo suyo siempre fue el mundo financiero. Sus jefes la mandaban al ruedo a tratar con “clientes importantes” como si fuera ejecutiva senior. Un día saliendo de clases me preguntó:

-¿Me acompañas a comer con un cliente? Vamos a ir a La Botiglia, en Reforma.

Ni corta ni perezosa, me apunté al plan para acompañar y cuidar a mi amiga. Años después, reencontré al mentado “cliente”, Sergio, en San Miguel en esta maravillosa propiedad. La cocina me parece muy buena y sencilla. Mis platillos favoritos son el típico consomé, el mole poblano y los chiles rellenos de frijol con queso. Los meseros, que llevan años trabajando ahí, son especialistas en hacerte sentir en casa.

La casona algún día perteneció al cantante y poeta José Mojica y fue testigo de múltiples tertulias con personajes importantes del siglo veinte como Pedro Vargas, Dolores del Río, Agustín Lara y María Félix.

Fachada del Hotel Antigua Villa Santa Mónica

Patio del Villa Santa Mónica. Fuente restaurada con mosaicos originales.

Las calles empedradas de San Miguel huelen a historia, no solo la de sus orígenes en el siglo dieciséis y la del paso del cura Miguel Hidalgo durante la guerra de Independencia.


Cómo me gustaría que las piedras de las calles hablaran y me contaran relatos de la vida cotidiana; historias de amor sobre caballos y carruajes; que los lavaderos de piedra me contaran los chismes de las mujeres que bajaban a tallar su ropa; que la barra del Manantial me contara las netas de los borrachos y borrachas; que las paredes del Santa Mónica replicaran las canciones y poesías de las tertulias de la época del cine de oro; y, que los anchos muros de Casa Garza que emanan buena vibra, describieran la relación de José con el gringo de enfrente. Imagino que los cuidados y los platillos que cocinaba José habrán sido especiales y la relación entre ellos muy significativa, para haberse convertido en heredero de una propiedad ubicada en un lugar tan lindo.


Y, si las piedras hablaran…


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